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Data: 1 de febrer de 2024
Categories: Blog, Textos
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Avui recuperem dues mostres interessants de la presència dels Borja en la literatura llatinoamericana del segle XX: un poema i un article sobre Cèsar Borja del poeta i novel·lista colombià Álvaro Mutis (Bogotá, 1923 – Ciudad de México, 2013). Mutis és autor, entre d’altres, d’una saga novel·lística en la qual també es fa esment de Cèsar, les Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero –un personatge, aquest de Maqroll, al voltant del qual giren versos i proses de l’autor, una mena d’alter ego de qui va afirmar: «Es inútil negar que tiene mucho de mí, pero cuanto más vive y cuantos más libros salen sobre él, más es Maqroll él mismo».

Tant els versos com l’article donen fe de la profunda admiració de Mutis per la figura de Cèsar Borja. El poema «Funeral en Viana» en descriu el sepeli el 1507, i alterna el res de l’ofici llatí amb pinzellades sobre la biografia i la personalitat idealitzada de Borja. Es va publicar el 1984 al poemari Los emisarios, però aquí el recuperem d’una primera versió apareguda un any abans a la Revista de la Universidad de México. L’article sobre Cèsar és anterior, de 1980, i il·lumina la lectura política i ideològica que Mutis feia del personatge, partint de Maquiavel i a la llum d’un individualisme romàntic exaltat, molt crític amb les modernes democràcies occidentals.

Llegenda a part sobre el personatge de Cèsar, destaquem l’elogi que l’article de Mutis dedica a la biografia de Lucrècia Borja escrita per Maria Bellonci, així com les poc habituals referències a la llengua de Cèsar al poema («[…] Inconcebible / que calle esa voz, casi femenina, que con el acento / recio y pedregoso de su habla catalana / ordenaba la ejecución de prisioneros, / recitaba largas tiradas de Horacio / con un aire de fiebre y sueño o murmuraba / al oído de las damas una propuesta bestial» –la cursiva és nostra–), inclosa una última frase en català abans de caure mortalment ferit prop de Viana: «No sou prous, malparits!».

[1]

Funeral en Viana

Ernesto Volkening, in memoriam

Hoy entierran en la iglesia de Santa María de Viana

a César, Duque de Valentinois. Preside el duelo

su cuñado Juan de Albret, Rey de Navarra.

En el estrecho ámbito de la iglesia

de altas naves de un gótico temprano,[1]

se amontonan prelados y hombres de armas.

Un olor a cirio, a rancio sudor, a correajes

y arreos de milicia, flota denso en la lluviosa

madrugada. Las voces de los monjes llegan

desde el coro con una cristalina serenidad sin tiempo:

Parce mihi, Domine;

nihil enim sunt dies mei.

¿Quid est homo, quia magnificas eum?

¿Aut quid apponis erga eum cor tuum?

César yace en actitud de leve asombro,

de incómoda espera. El rostro lastimado

por los cascos de su propio caballo

conserva aún ese gesto de rechazo cortés,

de fuerza contenida, de vago fastidio,

que en vida le valió tantos enemigos.

La boca cerrada con firmeza parece detener

a flor de labio una airada maldición castrense.

Las manos perfiladas y hermosas, las mismas

de su hermana Lucrezia, Duquesa d’Este,

detienen apenas la espada regalo del Duque de Borgoña.

Chocan las armas y las espuelas en las losas del piso,

se acomoda una silla con un apagado chirrido

de madera contra el mármol, una tos contenida

por el guante ceremonial de un caballero.

Cómo sorprende este silencio militar y dolorido

ante la muerte de quien siempre vivió

entre la algarabía de los campamentos,

el estruendo de las batallas y las músicas

y risas de las fiestas romanas. Inconcebible

que calle esa voz, casi femenina, que con el acento

recio y pedregoso de su habla catalana,

ordenaba la ejecución de prisioneros,

recitaba largas tiradas de Horacio

con un aire de fiebre y sueño o murmuraba

al oído de las damas una propuesta bestial.

Qué mala cita le vino a dar la muerte a César,

Duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI,

Pontífice romano y de Donna Vanozza Cattanei.

Huyendo de la prisión de Medina del Campo

había llegado a Pamplona para hacer fuerte

a su cuñado contra Femando de Aragón.

En el palacio de los Albret, en la capital de Navarra,

se encargó de dirigir la marcha de los ejércitos,

el reclutamiento y pago de mercenarios,

la misión de los espías y la toma de las plazas fuertes.

No estaba la muerte en sus planes.

La suya, al menos. A los treinta y dos años

muy otras eran sus preocupaciones y vigilias.

Frente a Viana acamparon las tropas de Navarra.

Los aragoneses comenzaban a mostrar desaliento.

Sin razón aparente, sin motivo ni fin explicables,

el Duque salió al amanecer, en plena lluvia,

hacia las avanzadas. Le siguió su paje Juanito Grasica.

En un recodo perdió de vista a César.

Una veintena de soldados del Duque de Beaumont,

aliado de Fernando, cayó sobre el de Valentinois.

La lluvia les había permitido acercarse.

Él sólo pudo verlos cuando ya los tenía encima.

Entre los presentes en la iglesia de Santa María,

persiste aún la extrañeza y el asombro

ante muerte tan ajena a los astutos designios de César.

Los oficiantes oran ante el altar y el coro responde:

Deus cui proprium est misereri,

semper et parcere, te supplices

exoramus pro anima famuli tui

quam hodie de hoc seculo migrare jussisti.

Los altos muros de piedra, las delgadas columnas

reunidas en haces que van a perderse

en la obscuridad de la bóveda, dan al canto

una desnudez reveladora, una insoslayable evidencia.

Sólo Dios escucha, decide y concede.

Todos los presentes parecen esfumarse

ante las palabras con las que César, por boca

de los oficiantes, implora al Altísimo un don

que en vida le hubiera sido inconcebible: la misericordia.

El perdón de sus errores y extravíos no fue asunto

para ocupar ni el más efímero instante de sus días.

Sin sosiego los días de César, Duque de Valentinois,

Duque de Romaña, Señor de Urbino.

¿De qué fuente secreta manaba la ebria energía

de sus pasiones y la helada parsimonia de sus gestos?

Los hombres habían comenzado a tejer la leyenda

de su vida sin esperar a su muerte. Algo de esto

llegó alguna vez a sus oídos. No se marcó

el más leve interés en sus facciones.

Una humedad canina se demora dentro de la iglesia

y entumece los miembros de los asistentes.

El desnudo acero de las espadas

y de las alabardas en alto despide una luz pálida,

un nimbo impersonal y helado. Los arreos de guerra

exhalan un agrio vaho de resignado cansancio.

Requiem aeternam dona eis, Domine;

et lux perpetua luceat eis.

In memoria aeterna erit justus:

ab auditione mala non timebit.

El Rey Juan de Navarra mira absorto

las yertas facciones de su cuñado

por las que cruza, en inciertas ráfagas,

la luz de los cirios. Vuelven a su memoria

los consejos que días antes le daba César

para vencer las fortificaciones aragonesas;

la precisión de su lenguaje, la concisa sabiduría

de su experiencia, la severa moderación de sus gestos,

tan ajenas[2] al febril desorden de su rostro

en las interminables orgías de la corte papal.

Hoy cuelgan a Ximenes García de Agredo,

el hombre que lo derribó del caballo con su lanza.

Su rostro conserva todavía el pavor

ante la felina y desesperada defensa del Duque.

Ya en el suelo y al tiempo que lo acribillaban

las lanzas de sus agresores, aún tuvo alientos

para increparlos: «¡No sou prous, malparits!».[3]

Hoy parte Juanito Grasica para llevar la noticia

a la corte de Ferrara. Imposible imaginar el dolor

de Donna Lucrezia. Se amaban sin medida.

Desde niños, comentaba César en días pasados

al recibir en Pamplona un recado de su hermana.

Termina el oficio de difuntos. El cortejo

va en silencio hacia el altar mayor,

donde será el sepelio. Hombres del Duque

cierran el féretro y lo llevan[4] en hombros

al lugar de su descanso.

Juan de Albret y su séquito asisten

al descenso a tierra sagrada de quien en vida

fue soldado excepcional, señor prudente y justo

en sus estados, amigo de Leonardo da Vinci,

ejecutor impávido de quienes cruzaron su camino,

insaciable abrevador de sus sentidos

y lector asiduo de los poetas latinos:

César, Duque de Valentinois, Duque de Romaña,

Gonfaloniero Mayor de la Iglesia,

digno vástago de los Borja, Milá y Montcada,

nobles señores que movieron pendón

en las marcas de Cataluña y de Valencia

y augustos prelados al servicio de la Corte de Roma.

Dios se apiade de su alma.

Amén.

[2]

En favor de César Borgia

Deseo evocar hoy la memoria de Cesar Borgia –Borja para ser más correctos– duque de Valentino. Fue el más joven de los hijos naturales del futuro Alejandro VI y de Vanozza Cattanei. Lleno de ambición y de energía, desdeñoso de todas las leyes divinas y humanas, con notorias dotes de guerrero y administrador, fue hecho cardenal a los dieciséis años por su padre, que ocupaba ya la silla de San Pedro. Asesinó a su hermano Juan, duque de Gandía, al que sucedió como capitán general de la Iglesia. Aliado con Luis XII de Francia para estabilizar el poder papal, recibió de este rey el título de duque de Valentino –italianismo por Valentinois. Fue luego nombrado por su padre duque de Romagna. Para librarse de sus principales enemigos, los citó con falsos pretextos en el castillo de Senigallia y allí, después de compartir con ellos en un espléndido banquete, los mandó ahorcar. Fue hombre de sólida cultura, dominaba el griego, el latín, el español, el francés y hablaba un catalán recio y sonoro. Tuvo, seguramente, relaciones íntimas con su hermana Lucrecia, a cuyo primer marido, Alfonso de Aragón, mandó matar César por razones políticas. A la muerte de Alejandro VI fue hecho prisionero por el papa Julio II, escapó de la prisión y de nuevo fue encerrado por el gran capitán Gonzalo de Córdoba. Logró escapar de nuevo y se refugió en Navarra, cuyo rey era hermano de su esposa. Acompañó a su cuñado en una expedición contra España y murió en Viana en una emboscada nocturna. Luchó como un león sin proferir una palabra. Acribillado por las lanzas enemigas, su cadáver fue recogido al día siguiente y recibió cristiana sepultura con los honores de un gran guerrero. César Borgia dejó entre los pueblos que gobernara reputación de príncipe severo pero justo. Protegió las artes, fue amigo de Pinturicchio y de Leonardo da Vinci. Sirvió de modelo al texto más importante y duradero que se haya escrito sobre política: El príncipe de Nicolás Maquiavelo.

He tratado de ser escueto y de relatar, con la mayor objetividad, los hechos comprobados de la vida de esta personalidad radiante del Renacimiento italiano sobre la cual se ha vertido un sucio caudal de literatura barata, de santurronería hipócrita y de oscura necedad. Se salvan de esta avalancha de mentira y lodo algunas páginas de la gran historiadora italiana María Bellonci, en su biografía de Lucrecia Borgia, y las alusiones aparecidas en el mismo libro de Maquiavelo.

Debe recordarse que este príncipe y guerrero que buscó con avidez el poder y lo logró sin tener en cuenta los medios usados para conseguirlo:

  • Jamás dijo a los pueblos que gobernara que su único compromiso era con los desvalidos y con su patria amada.
  • Jamás prometió garantías a los banqueros e industriales para desarrollar sus actividades dentro de las normas de la ley y en beneficio de todos.
  • Jamás dijo que la liberación de la clase obrera es el gran objetivo a que debe supeditarse cualquier movimiento político, ni ofreció trabajar para establecer la dictadura del proletariado.
  • No pensó nunca en algo tan extraño como que todos los hombres son iguales y tienen iguales derechos para elegir a sus gobernantes.

Quiero decir con esto que jamás engañó a nadie sobre sus intenciones, que fueron siempre bien claras y simples: obtener el poder y conservarlo a toda costa.

Sería asunto un poco largo de explicar, pero confieso que prefiero mil veces ser gobernado por el Valentino que por la complicada urdimbre burocrática del Estado moderno, tan sospechosamente interesado en mi bienestar y en el ejercicio de mi personal albedrío. Cuestión de gustos… y de saberlo pensar un poco a la luz de los últimos ciento cincuenta años de historia universal.

Novedades (Mèxic, 10/05/1980)

Font dels textos:

Álvaro MUTIS, «Funeral en Viana», Revista de la Universidad de México, 30 (octubre 1983), p. 5-6. || «Textos de Álvaro Mutis: un artículo y cuatro poemas», El Manifiesto (27/08/2013).

Per saber-ne més:

Javier RUIZ PORTELLA, «Álvaro Mutis y su amigo César Borgia», dins Maqroll y el imperio de la literatura: ensayos sobre la vida y obra de Álvaro Mutis, I, ed. Jean Orejarena Torres, Colombia; México: Editorial Universidad Santiago de Cali; Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, p. 205-210.


Notes

[1] temprano] tardío en les edicions posteriors.

[2] ajenas] ajena en les edicions posteriors.

[3] malparits] malpartis esmenem a partir de les edicions posteriors.

[4] Hombres … cierran … llevan] Gente … cierra … lleva en les edicions posteriors.

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